Si las cerezas no fueran un fruto perecedero tendrían una fuerte cotización en el mundillo de la alta costura, o tal vez entre los artistas de la "haute coiffure" y quién sabe si hasta en los negocios de bisutería podría encontrar su mayor dimensión, al adaptar sus frutos naturales a esa hebilla exagerada que a veces la moda impone, o bien como colgante o broche a los que las féminas son tan aficionadas... Y es que, aunque constantemente imitado ese conjunto de cerezas hábilmente recogido por sus rabos, jamás se ha conseguido esa perfecta conjunción de los colores naturales del fruto, ni su brillo exultante, ni la pincelada rosa claro a veces casi blanco que la naturaleza ha sabido imprimir en tan delicados frutos.
Y es que las cerezas, unas veces carmín oscuro casi negro y otras, de color rojo exuberante, suelen pasearse presuntuosas por la mayoría de los mercados de la Tierra, rebosantes del sol que las madura en los largos y cálidos veranos de las zonas meridionales. También su pulpa, unas veces negra o tinta como los vinos de Cariñena y otras, la mayoría, ligeramente rosa con destellos grises o blanquecinos, pero siempre jugosa y dulce, confiere al fruto una superioridad sobre el resto de sus congéneres, exigiendo en cualquier caso una extremada delicadeza para su recolección y envasado, que las permita ser presentadas a la venta con esa gran pomposidad con que la caprichosa naturaleza las ha sabido adornar.
Pero no sería más que una simple fruta si la cereza no se hubiera manifestado en su sabor de manera diferente a tantos frutos dulces y agradables al paladar como existen. Por ello se hace obligado efectuar una diferenciación en las familias de este fruto, para encontrarse con su más allegado pariente, de un sabor agresivamente ácido y conocido en el vasto mundo de las frutas por el nombre de guinda.
Una y otra variedad, aunque diferentes en sus sabores, tienen una presencia común, ofreciéndose en forma de bola generalmente pequeña, de 2 cms. de diámetro aproximadamente, unas veces ligeramente chatas y otras puntiagudas en su base, pero siempre con un fondo rojo en su piel exterior, siendo su carne en unos casos suficientemente blanda como para ser aplastada con la yema de los dedos y, en otros, con la su ciente textura como para chascar protestona al ser mordida para su consumo.
Pero sucede con la cereza, lo que en tantas otras manifestaciones de la vida, pues su bello y distinguido porte no responde en absoluto a sus cualidades alimentarias. En efecto, se trata de un fruto muy pobre en valores dietéticos que se limita a ofrecer su bajo contenido en azúcar, que generalmente no excede del 10 % .
Suele presentarse en los mercados unida al rabo, cosechada así para obtener una mayor consistencia y evitar que el fruto se desangre, cosa que ocurre fácilmente al ser apartada de su pedúnculo. Pero existen variedades resistentes, llamadas vulgarmente picotas, que por disponer de piel y pulpa de cierta consistencia, se permiten viajar a los mercados más alejados, desnudas y sin rabo, manteniéndose en consumo hasta los primeros días de septiembre. Es la cereza una fruta más de verano, que debido a su precocidad suele ser, después del níspero, la primicia que aparece a la venta en los incipientes días de calor que cada año, dejándose ver normalmente al discurrir las primeras semanas del incomparable mes de mayo.
En sus diferentes variedades, la cereza es un fruto concebido para su consumo en fresco y así se utiliza el mayor porcentaje de la producción, aunque también se presta, y con gran éxito, para la confección de mermeladas, siendo paradójico que un fruto rojo intenso, casi negro exteriormente, tenga necesariamente que ser mezclado con grosella u otros frutos para que mantenga su color y presentación al ser elaborada en conserva porque en esas circunstancias no es capaz de mantener su tonalidad por sí sola.
Y, refiriéndonos a las guindas, es importante significar que por su extremado sabor acídulo-amargo, son muy cotizadas en destilerías para la elaboración de licores y, sobre todo, para la fabricación de aguardientes, afición esta muy frecuente incluso a nivel familiar en épocas pasadas, donde era raro el hogar que no preparaba sus guindas en aguardiente, como salvaguardia de las dolencias intestinales.
En España tiene un alto valor comercial la cereza, existiendo zonas en Extramadura en que de su cultivo depende fundamentalmente la economía familiar, siendo muchos los hogares cuya vida discurre alrededor de los extremados cuidadados puestos en sus cerezos. Un espectáculo inimaginable, una vez bien entrada la primavera, nos lo ofrece el incomparable valle del Jerte (Cáceres) donde las laderas montañosas acogen paternalmente estas plantaciones y el paisaje ofrece mutaciones bellísimas a partir de abril, salpicando sus mil verdes de todo el año, con infinidad de diminutas pinceladas multicolores, de los variados tonos rojos que ofrecen las cerezas en su incipiente madurez. Pero también Zaragoza, Castellón, Barcelona, Navarra, Granada, Burgos y Alicante, disponen de importantes plantaciones y sus frutos suelen ser los pioneros de los diversos mercados europeos.
Las variedades más cultivadas en las distintas regiones españolas y que ofrecen su cosechas desde mayo hasta avanzado el mes de agosto son las siguientes:
—Burlat Moreau, Garrafal Napoleón, Garrafal Tigre, Ambrunesa, Pico colorado, Pico negro, del Ramillete, Ramón Oliva, Blanca de Provenza, Hedelfingen, Mollares y Garrafal de Lérida, entre otras.
En cuanto a las guindas, la variedad mayormente cultivada es la llamada tomatillo.
Si se juzga el fruto a través de los numerosos rastros que se remontan a la época Neolítica y Edad del Bronce, se llegara a la conclusión, de que la cereza estaba muy extendida desde los tiempos más antiguos. Precisamente por ello, y porque las raíces de su existencia se remontan y ocultan a tiempos oscuros y muy lejanos de la historia humana, resulta mucho menos fácil localizarla que a cualquier otra fruta. Remontándose al curso de los años, parece cierto que el mundo romano, que conoció únicamente las especies salvajes durante un largo período, comenzó a cultivar la cereza después de la guerra contra Mitrídates rey del Ponto; después de tener batido (64 años antes de Cristo) al célebre monarca de Asia Menor, los romanos ocuparon, entre otras, la ciudad de Cerasonte (hoy Kiresun) sobre el Mar Negro y a partir de este momento la búsqueda etimológica marca su ventaja con un suceso muy discutible, que los botanistas tienen todavía en entredicho; debió ser de esta ciudad de donde los conquistadores trajeron a Italia los frutos, que los griegos llamaban "kerasos", (término procedente del giro "kirash" donde la derivación iraní queda muy clara) . En estas circunstancias, resulta difícil saber si ha sido el fruto quien ha dado el nombre a la ciudad de Mitrídates, ó es la ciudad quien ha dado el suyo al fruto. De uno ú otro modo, el giro se manifiesta suficientemente claro, de "Kérasos" a "Cerasus" o "Cereza".
También Plinio se ocupa ampliamente del fruto y aporta nombres de variedades diferentes, tal como las bigarrosas, las negras y las rojas. La epopeya de la cereza continúa a través de los siglos, tal vez en razón a la facilidad que la planta ofrece para agarrar en las regiones más diversas y la rapidez de su siembra, tanto por medio de los animales —los pájaros sobre todo—, como por el hombre.
El cerezo europeo pertenece a la familia de las ROSACEAS, siendo la especie PRUNUS PADUS la que mejor desarrolla en las zonas de Europa y Asia. Y queda la duda de su origen, que bien pudo tenerlo en la Europa Central, donde debió prosperar espontánea en infinidad de bosques, o tal vez puede ser oriunda de los países del Asia Central.
El cerezo alcanza una altura, generalmente, de 5 m., aunque en regiones propicias llega a alcanzar hasta 30 m.; tiene un tronco liso y ramoso, copa muy abierta y hojas lanceoladas que proporcionan unas flores blancas, extremadamente llamativas. Aunque existen infinidad de variedades de reconocida calidad, deben resaltarse como las más importantes la especie PRUNUS AVIUM o cerezo común, y PRUNUS CERASUS como guindo garrafal.
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